lunes, 30 de junio de 2008

ILUSIÓN TRASCENDENTAL

Acabo de imaginar que alguien a quien apenas conozco moría, y ha sido tan grande la tristeza que me he echado a llorar delante de una decena de tipos que conversan a los gritos, aun a las siete y media de la mañana, dejándose las migas de las medialunas en las comisuras mientras pavean. Uno me escruta en ráfagas de menos de dos segundos, alegre por alguna cosa; la niña que atiende las mesas -por el pañuelo de su abdomen se entiende la múltiple maternidad- viene blandiendo una enorme servilleta y la detengo sonriendo (¿todo bien?).


Buenos Aires es un enchastre: hay tanta humedad que las veredas están mojadas, como si de verdad hubiera llovido sobre todas sus cenizas de basural; el bar está lleno de anónimos que se alegran de nimiedades -como marca el desiderata televisivo del despertar- o se hunden en los periódicos con legitimada avidez de ciudadano interesado en las minucias de la víspera; los portadores de automóviles se ufanan por el empedrado desprovisto y en sus caras se vislumbra la lógica del repuesto; la pequeña burguesía y el asalariado campante atestan los subterráneos con apatía, carne contra carne veinte minutos todos los días nunca será distinto.


Pero ninguna de esas tragedias compensa la de mi maquinada angustia, que ha escogido el recurso infantil de pensar que alguien ha muerto para emerger con ímpetu de velorio concurrido.

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