Episodio I: La guardia ve los colores
En el Banco Ciudad de la Avenida Córdoba, un guardián advierte que llevo barba, cabello descuidado y un bolso, y pregunta de mala manera adónde voy.
-Quiero convertir mi antigua cuenta de sueldos en una caja de ahorro.
-¿Eh?
-Que quiero hacer el trámite para que lo que antes era mi cuenta de sueldos sea ahora una caja de ahorro, porque renuncié a mi trabajo.
-¿Vos la tarjeta magnética la tenés?
-Sí.
-Ah, entonces no hay problema. Andá a las cajas, pero antes sacá un número azul -dice, señalando uno de esos aparatos que contienen números de turno, que es de color azul.
Tomo un número "azul": el 21. En un enorme panel electrónico, que cada morosos cinco minutos pita una alarma de llamado, se muestra el 53, al que corresponde la Caja 1. Es decir, tengo por delante cuarenta y siete personas hasta el 00, y veinte más: setenta y siete personas. Abro mi libro y espero una hora y cuarenta y ocho minutos. Dentro del banco hace un poco menos de calor que en la vereda; Buenos Aires se tropicaliza frente al fervor de la clase media porteña, que adora vacacionar en Brasil.En tanto pasan los tediosos minutos, temo encontrar a alguno de mis antiguos compañeros de trabajo, a los que abandoné en el goce del sueldo y en el martirio de las órdenes tiránicas de los jefes mórbidos; en el jubileo de las vacaciones pagas y en la anulación voluntaria de todas sus virtudes, a excepción de la obediencia.
-21.
Una cajera desprovista de todo sentimiento aguarda algún movimiento que le indique por dónde emergerá su molestia. Mientras le explico frunce la nariz y junta las cejas. Me mira como si fuera culpable.
-Vengo a convertir mi antigua cuenta de sueldos en una caja de ahorro. Hace poco recibí una carta documento en la casa en que vivía, y por deferencia de su actual propietaria me enteré de que...
-No -interrumpe la mujer. -Acá no es... yo lo que puedo hacer es extraer dinero o depositar dinero en su caja.
-Pero el señor me indicó que sacara un número azul y que esperara turno en este sector.
-No, no es acá. Es en el otro mostrador.
-¿Los turnos del otro mostrador se cuentan con los números "amarillos"?
-Sí, los amarillos -dijo, y en el panel electrónico chilló la alarma y se iluminó como en un apocalipsis evidentísimo el número 22.
Tomé un número "amarillo"; esta vez el 99.
Los turnos "amarillos" eran atendidos por una señorita desde un mostrador y por dos caballeros que invitaban a tomar asiento al cliente frente a su escritorio.
-¿Por qué número van? -pregunto a uno de los mancebos que se dirigía a algún lugar con una carpeta flexible en la mano.
-¿Número de qué? -retruca el requerido.
-Número, el turno por el que van.
-No sé; fijate en el panel electrónico -sugiere, señalando hacia arriba.
-Pero el panel no marca los turnos "amarillos".
-Ya te van a llamar -augura, y marcha hacia detrás de varios archiveros. En tanto, aparece una voz dulcísima:
-¡Noventa y ocho! -que atiende al sujeto noventa y ocho durante poco menos de noventa y ocho minutos.
-¡Noventa y nueve! -vocifera con ternura, una vez que el consultante hubo partido, y allí voy, dos horas y cuarto atrasado en mi trámite.
Pero no tengo trabajo y tengo tiempo.
La organización conocida como Madres de Plaza de Mayo ha montado en Buenos Aires un centro de estudios al que ha llamado "Universidad Popular", a fin de proponer la construcción de lo que desde la institución se rotula "discurso contrahegemónico". Propicia la dotación de estatus científico a las ideas de oposición. Una de sus absurdas carreras -que otorga una licenciatura- se denomina "Capitalismo y Derechos Humanos", aprobada la cual se obtiene el título de "Licenciado en Capitalismo y Derechos Humanos". Es decir, por ejemplo, "Licenciado en Capitalismo", un disparate.
Conozco una persona que estudia en aquellos claustros. Encallada en la resolución de una monografía, me invita a que desate el nudo gordiano de la consigna bajo la forma de tres o cuatro párrafos.
En la Universidad de Madres de Plaza de Mayo no son proclives a la utilización cabal de los signos de puntuación, quizás por razón de que España fomentó el genocidio aborigen en Sudamérica. También son indulgentes con la ortografía de los educandos y con la de quienes elaboran los textos de estudio.
Luego de tres horas, desentraño en menos de diez párrafos la perversión de un modelo económico que, llevado por lógicos carriles de naturaleza espuria verificada en el origen mismo de su aparición, ha consagrado deductivamente la irrupción del nazismo, al que comparan científicamente con la represión parapolicial argentina de los años '70.
-Pusiste muchas palabras jurídicas -me reprocha la peticionaria. En seguida me viene a la memoria el hecho de que la carrera se llama, además de capitalismo, derechos humanos
-Es que soy abogado.
-Sí, pero no... -lamenta combativamente la muchacha.
Entonces pienso que quizás cuestione el lenguaje jurídico como una producción intrínsecamente burguesa. Rápidamente se despejan estas elucubraciones:
-Lo que tiene es que está demasiado perfecto. ¿No lo podrías hacer más "cable a tierra", más "que lo entienda cualquiera"?
-Pasalo vos a palabras fáciles. Te estás por recibir de licenciada.
-Sí, no, pero... no sé si podría... Perdón, si no lo querés hacer, no lo hagas.
Frustrada mi incursión en la nueva ciencia social, el esplendor de un kiosco me sugiere ahogar el resquemor de la "demasiada perfección" en otra más glucosa. El kiosquero, de espaldas a la enrejada puerta de ingreso al local, atiende las opiniones de un comentarista deportivo, cuya cara viruelosa se ha enfocado en primerísimo primer plano.
-Qué tal -digo tímidamente, pero no escucha. Al cabo de unos segundos me advierte, como se sospecha una mosca.
-Hola.
-Quisiera maní con chocolate, por favor.
-Sabés que no sé si hay... -contesta, pensativo. Con un poco de vergüenza interrumpo sus meditaciones.
-Bueno, podría llevar unos de esos... los Rocklets.
-¿Éstos? -dice el kiosquero, señalando otra cosa.
-No, no, los de la derecha.
-Ah -deduce, yendo hacia la izquierda.
-O si no, a ver... ¿ésos son de chocolate? -pregunto, señalando unas simpáticas bolsitas transparentes que guardan grajeas multicolores.
-Lo que tengo para darte si querés es chocolate con maní -dice, blandiendo un paquete amarillo.
-No, no, te pregunto por esas grajeas.
-¿Cuáles?
-Las que están ahí a tu izquierda.
-Izquierda... -piensa, mientras va hacia la derecha.
-No, mirá, al lado de los Rocklets.
-A ver... -entonces levanta uno de los paquetes a la luz. -Creo que sí, deben ser de chocolate.
-Entonces lo llevo... ¿cuánto es?
-Esperá que me fijo -dice amablemente. Revuelve el paquete, que no lleva ninguna señal de precio. Busca entre los dos o tres que lo acompañaban, pero tampoco.
-No, importa, está bien...
-Y serán dos pesos... Dos pesos.
Le entrego el billete, dice "gracias" y vuelve a darme la espalda, esta vez para recibir con desazón la sugerencia de comprar un masajeador para fortalecer los abdominales.
Muerdo los confites. No son de chocolate, son de caramelo.