lunes, 29 de junio de 2009

BLANDIENDO EL REGLAMENTO DESDE LA SOMBRA

          Estimo que la siguiente anécdota es representativa de muchas pobrezas que comparten los llamados "copropietarios" de mi ciudad.

          Un amigo se mudaba al 6° piso "C" de un edificio. Como no le otorgaron permiso para ausentarse en su trabajo, otro le llevó algunos muebles y bultos durante el día al nuevo departamento. Quedaron, sin embargo, algunas cosas por trasladar; entre ellas, un sillón de dos cuerpos, que mi amigo ubicó en la vereda a las siete de la tarde, luego de cumplida la jornada en la oficina.

          El vecino del 6° "A" llegó unos minutos después. Al encontrarse con el sillón en la puerta del edificio, viéndose obligado a esquivarlo, masculló algunas guturaciones que más parecían insultos que conclusiones de una meditación repentina. Venía de saco y corbata, no parecía haber transpirado en diez horas.

          Mientras no sé qué cosas le decía a la portera, me ofrecí a cargar el sillón los seis pisos, pues mi amigo no tenía a nadie que lo ayudara y, de otro modo, debería dejarlo en el hall por algunas horas, hasta conseguir el otro brazo que necesitaba para acarrearlo. Nos lo montamos al hombro y comenzamos el trabajo; uno de nuestros obstáculos fue, precisamente, ese mismo vecino, quien no dirigió su mirada más que a las luces que indicaban el recorrido del ascensor.

          Con bastante esfuerzo logramos portear el sillón al departamento. Antes de acomodarlo en la salita de estar, desde detrás de la puerta cerrada del 6° "A" llegó la protesta:

¡Las mudanzas son de ocho a doceeee!
¡De ocho a doce son!

          El acalorado vecino blandía así el Reglamento de Copropiedad desde su casa, territorio en el cual dice lo que quiere, porque para eso es mi casa, y si quiere lo dice con la puerta abierta para que lo vean, y si no, tiene toda la libertad para decirlo con la puerta cerrada y que los gritos le lleguen, porque vamos a ser claros, escuchar escuchaste.

          Esa filosofía comulga la clase media de mi ciudad.

viernes, 26 de junio de 2009

MADRE NUTRICIA


          Mi madre no sabía dar cariño explícito. Por ejemplo, no decía "te quiero", ni daba caricias. A otras personas no les manifestaba que "quería a sus hijos" ni utilizaba ninguna otra frase declamativa o amenazante del tipo: "a mí me puede pasar cualquier cosa, pero cuidado con el que toque a cualquiera de mis hijos". Mi padre, a su vez, sufría una personalidad psicopática grave y carismática. Le gustaba la buena mesa, y se vanagloriaba de que su esposa había aprendido a cocinar fogoneada por sus exigencias de marido que sostiene el hogar y pone proa hacia el progreso, como evidentemente consideraba que su núcleo familiar había progresado.

          Entonces mi madre cocinaba cada vez mejor y cada vez más variedades, y cada vez mayores volúmenes de comida. Las dotes culinarias adquiridas fueron, sin dudas, su mayor virtud, a salvo la de su tenacidad para cumplir órdenes sintiendo placer. En ese ámbito mi madre pudo desenvolverse a gusto, pues, en la cercada imposición vital que practicaba mi padre, la comida conformaba un esplendor edificado del mismo sacrificado modo que la manutención esforzada del grupo. Yo sentía afición por otros disfrutes; por ejemplo, los partidos de tenis, el fútbol y las historietas. Pero no hablábamos en la mesa de tenis, fútbol o historietas, porque a mi padre no le gustaban los deportes y había dejado de leer revistas antes de la adolescencia. Cuando mi padre se quejaba por la poca sal o el escaso esmero de un plato, mi madre se echaba la culpa usando frases de desconsuelo e insulto como "la puta que me parió", y mi padre descerrajaba otras del estilo de "encima mirala".

          A los dieciocho años tuve que cumplir con el servicio militar en la ciudad de Comodoro Rivadavia, a casi dos mil kilómetros de mi casa. En el terreno inhospitalario del desierto patagónico, compartía con otros ciento veinte desconocidos concentrados la desdicha, el destierro, el temor, las ridículas fantasías de guerra, los panes duros, los olores de genitales, la mugre, la masa, el deshonor, las duchas colectivas, las poluciones nocturnas, los insectos, la transpiración, las humillaciones, las heridas, la degradación, los gritos, el desánimo. En una de las cartas que me envió la familia -siempre escribían cartas plurales en las que primero se despachaba mi padre, luego mi madre y luego mis hermanos- mamá no supo cómo describir que ella percibía realmente mi dolor, ni cómo ese dolor le despertaba misericordia. Entonces, luego de los encabezamientos rituales, decidió nada más contarme que la noche anterior habían ido al cine con mi padre -la película se llamaba Pobre Mariposa- y que después eligieron un restaurante de preciosa decoración, con un mozo muy bien vestido que les sirvió una comida riquísima que se deshacía en la boca; había música suave y luces apagadas y la gente hablaba muy bajo; se sentían tan satisfechos, tanta era la comodidad, que sospecharon que harían bien en tomar el postre en el mismo lugar, y así pidieron una confitura de nombre estrambótico que resultó ser una especie de espuma liviana y dulcísima, con hilos de caramelo que se enredaban dichosamente en la lengua y les provocaban risa.

          Entonces no supe por qué la descripción del menú me arrancaba tantos gotones de angustia; algunas décadas más tarde me di cuenta de que a través de aquella pormenorizada crónica y bajo el velo de sus refulgentes imágenes permitidas, mi madre me estaba diciendo que añoraba albergarme nuevamente en su útero, para que yo dejara de sufrir tan solo y maltratado a dos mil kilómetros de casa, pero que de eso mi padre no tendría que enterarse.

domingo, 21 de junio de 2009

LOS PSICÓPATAS Y LOS SÁDICOS PARECEN SER NECESARIOS

          De otro modo:



          ¿Quiénes derribarían el árbol?

          ¿Quiénes practicarían cirugías?

          ¿Quiénes ejecutarían la muerte de un animal enfermo?

          ¿Quiénes amputarían?

          ¿Quiénes establecerían que, en función de los beneficios, conviene continuar prestando servicios riesgosos (por ejemplo, líneas aéreas)?

          ¿Quiénes promoverían la permanente existencia de las necesidades, a fin de que, para cubrirlas, otros miles den la vida?

          ¿Quiénes cortarían la flor?

          ¿Quiénes inocularían virus de experimentación en los monos o las ratas?

          ¿Quiénes derribarían edificios?

          ¿Quiénes matarían, cualquier ser vivo?

          ¿Quiénes exigirían el impuesto?

          ¿Quiénes pisarían el césped?

          ¿Quiénes utilizarían energías no renovables?

          ¿Quiénes montarían industrias?

          ¿Quiénes sacrificarían el presente en miras de un porvenir sólo posible?

          ¿Quiénes adoctrinarían con letra de sangre al niño díscolo?

          ¿Quiénes firmarían certificados de defunción?

          ¿Quiénes predicarían con el mal ejemplo?

          ¿Quiénes construirían ataúdes? ¿Quiénes construirían cementerios? ¿Quiénes enterrarían a los muertos?

          ¿Quiénes ejercerían la autoridad?

          ¿Quiénes manipularían sangre?

          ¿Quiénes, a través de su despotismo, habrían generado en otros la sospecha de que el hombre es digno en sí mismo?

          ¿Quiénes planearían estrategias de defensa?

          ¿Quiénes aceptarían la muerte fundada en un ideal superior a la individualidad humana?

          ¿Quiénes conducirían hacia la victoria?

          ¿Quiénes fijarían precios?

          ¿Quiénes, en fin, promoverían el progreso, entendido como el emplazamiento de lo nuevo sobre las provocadas ruinas de lo vetusto?


          Dios, que todo lo sabe, ha generado también este horroroso parche en la Historia Universal.

domingo, 14 de junio de 2009

LA CLASE MEDIA VA EN COCHE AL MUERE

          Una de las reacciones más adversas a la virtud que comulga la clase media porteña es la utilización de la bocina en el automóvil, artefacto que contemplan como una extensión de su capacidad propietaria, aun cuando lo hayan adquirido –como casi siempre- a crédito.

          La bocina –ya nadie dice claxon- conforma en verdad una herramienta de última ratio en el tránsito vehicular: su finalidad es la de advertir a otro conductor o a un peatón el peligro muy inminente de una colisión, o la de hacer saber al resto de quienes se desplazan la existencia de una situación de emergencia. Constituye, claramente, una señal sonora de alerta.

          Sin embargo, la clase media no utiliza este instrumento para alertar a nadie. Fruto del desdén por la normativa de tránsito, el conductor clasemediero impone a la bocina del automóvil un estatus que más bien la asimila a su imperdonable vocación pretendidamente didáctica por “cantar las cuarenta”, “decir cuatro verdades” o “chantar en la cara” ciertos contenidos que hacen a su edificación como estamento contestatario, aunque, desde una visión global, inofensivo.

          De este modo, a diario se escuchan bocinazos que imponen –según ordena la vigencia impura del nunca escrito código de la calle- que quien se desplaza por delante a menor velocidad, aunque ésta sea la reglamentaria, se haga a un lado para dar paso al veloz clasemediero. Cuando se produce un choque y los automóviles que participaron en él han quedado detenidos, el conductor de clase media acciona la bocina a fin de que, en virtud de algún esperado efecto mágico –reflejo de su pensamiento que prescinde de la averiguación de las causas- se despeje la vía. Si un automóvil tarda más de cinco segundos en ponerse en marcha al dar verde el semáforo, el que va por detrás le hará saber su irritación e intentará aleccionarlo mediante un bocinazo prolongado, que se extenderá aun cuando el conductor ya haya avanzado, anoticiado del retraso intolerable. En las filas de cobro de peajes, el conductor de clase media procurará que no le cobren accionando la bocina a la espera de que otros que también están en la cola lo hagan: cree que existe una norma que establece que una espera de más de cinco minutos en el peaje de cualquier autopista da derecho a que las cabinas permitan el libre y gratuito tránsito. También utiliza la bocina para despedirse luego de una reunión familiar: a este tipo de saludo parece seguir casi siempre un acelerón algo desmedido.

          A la clase media le da gracia que los hijos muy pequeños toquen la bocina del automóvil cuando se encuentra detenido y los padres se hallan en otros menesteres –por ejemplo, cargando en el baúl las bolsas de la compra en el supermercado-. Casi siempre riendo y muy pocas veces con irritación, la mujer es quien suele separar a los niños del volante.


          La clase alta no toca bocina. La clase alta parece meditar mucho más la necesidad de advenimiento de una estridencia. Su tradición reflexiva –ya que ha podido estudiar- le sugiere otras reglas de menor cuantía de bochorno: el accionamiento preciso de los frenos, la espera, el aviso telefónico de la tardanza, la impresión de velocidades que limitan lo antirreglamentario –a fin de obviar los pormenores del desplazamiento neurótico de los demás- y la permanente revisión de la mecánica del rodado, que la clase media siempre deja para cuando tenga dinero suficiente, abrevando así una vez más en su desmedido culto de la precariedad, que es sin dudas un rito de pertenencia.

          Cuando no evidencia estas prudencias, la clase alta se estrella contra muros evidentísimos o se desbarranca alcoholizada por sendas de montaña; es sorprendida por la policía conduciendo drogada o alcoholizada en extremo o sin la edad suficiente para obtener el registro; es descubierta muerta en algún convertible por un baqueano que venía siguiendo el sonido de una bocina que nunca se extinguía o fugada por diferencias familiares a pocas decenas de kilómetros del lugar de la disputa. En todos los casos, los parientes y deudos experimentan más vergüenza que conmiseración.