domingo, 14 de junio de 2009

LA CLASE MEDIA VA EN COCHE AL MUERE

          Una de las reacciones más adversas a la virtud que comulga la clase media porteña es la utilización de la bocina en el automóvil, artefacto que contemplan como una extensión de su capacidad propietaria, aun cuando lo hayan adquirido –como casi siempre- a crédito.

          La bocina –ya nadie dice claxon- conforma en verdad una herramienta de última ratio en el tránsito vehicular: su finalidad es la de advertir a otro conductor o a un peatón el peligro muy inminente de una colisión, o la de hacer saber al resto de quienes se desplazan la existencia de una situación de emergencia. Constituye, claramente, una señal sonora de alerta.

          Sin embargo, la clase media no utiliza este instrumento para alertar a nadie. Fruto del desdén por la normativa de tránsito, el conductor clasemediero impone a la bocina del automóvil un estatus que más bien la asimila a su imperdonable vocación pretendidamente didáctica por “cantar las cuarenta”, “decir cuatro verdades” o “chantar en la cara” ciertos contenidos que hacen a su edificación como estamento contestatario, aunque, desde una visión global, inofensivo.

          De este modo, a diario se escuchan bocinazos que imponen –según ordena la vigencia impura del nunca escrito código de la calle- que quien se desplaza por delante a menor velocidad, aunque ésta sea la reglamentaria, se haga a un lado para dar paso al veloz clasemediero. Cuando se produce un choque y los automóviles que participaron en él han quedado detenidos, el conductor de clase media acciona la bocina a fin de que, en virtud de algún esperado efecto mágico –reflejo de su pensamiento que prescinde de la averiguación de las causas- se despeje la vía. Si un automóvil tarda más de cinco segundos en ponerse en marcha al dar verde el semáforo, el que va por detrás le hará saber su irritación e intentará aleccionarlo mediante un bocinazo prolongado, que se extenderá aun cuando el conductor ya haya avanzado, anoticiado del retraso intolerable. En las filas de cobro de peajes, el conductor de clase media procurará que no le cobren accionando la bocina a la espera de que otros que también están en la cola lo hagan: cree que existe una norma que establece que una espera de más de cinco minutos en el peaje de cualquier autopista da derecho a que las cabinas permitan el libre y gratuito tránsito. También utiliza la bocina para despedirse luego de una reunión familiar: a este tipo de saludo parece seguir casi siempre un acelerón algo desmedido.

          A la clase media le da gracia que los hijos muy pequeños toquen la bocina del automóvil cuando se encuentra detenido y los padres se hallan en otros menesteres –por ejemplo, cargando en el baúl las bolsas de la compra en el supermercado-. Casi siempre riendo y muy pocas veces con irritación, la mujer es quien suele separar a los niños del volante.


          La clase alta no toca bocina. La clase alta parece meditar mucho más la necesidad de advenimiento de una estridencia. Su tradición reflexiva –ya que ha podido estudiar- le sugiere otras reglas de menor cuantía de bochorno: el accionamiento preciso de los frenos, la espera, el aviso telefónico de la tardanza, la impresión de velocidades que limitan lo antirreglamentario –a fin de obviar los pormenores del desplazamiento neurótico de los demás- y la permanente revisión de la mecánica del rodado, que la clase media siempre deja para cuando tenga dinero suficiente, abrevando así una vez más en su desmedido culto de la precariedad, que es sin dudas un rito de pertenencia.

          Cuando no evidencia estas prudencias, la clase alta se estrella contra muros evidentísimos o se desbarranca alcoholizada por sendas de montaña; es sorprendida por la policía conduciendo drogada o alcoholizada en extremo o sin la edad suficiente para obtener el registro; es descubierta muerta en algún convertible por un baqueano que venía siguiendo el sonido de una bocina que nunca se extinguía o fugada por diferencias familiares a pocas decenas de kilómetros del lugar de la disputa. En todos los casos, los parientes y deudos experimentan más vergüenza que conmiseración.

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