jueves, 15 de mayo de 2008

LLORA, LLORA, URUTAÚ



El segundo día de la primavera de 1866, la mano hábil del teniente segundo Cándido López quedó despedazada en una zanja de la vergonzosa Curupaytí. Un soldado González, mientras le vendaba el muñón, explotó imprevistamente, alcanzado por otra granada. Días después, en la ciudad de Corrientes, el espanto del sub-trópico ya le había gangrenado el antebrazo, razón por la cual hubo que amputárselo en un hospital de emergencia abarrotado y húmedo. Un año y medio más tarde, Dios lo atendió en Buenos Aires y le seccionó otro medio húmero.

La desproporcionada Triple Alianza le dejó un modesto salario asignado al personal del Cuerpo de Inválidos, en cuyas instalaciones el militar adiestró su mano izquierda e inició su primera serie de trabajos que documentaban la desaparición del Paraguay. Los cuadros permanecieron cerca de veinte años en el taller, hasta que el general Mitre condescendió a reconocer –ante el pedido del propio autor- que las viñetas enormes contribuirían a ”conservar el glorioso recuerdo de los hechos que representan”; la elegía desató un aluvión de genuflexiones y así se forzó a las autoridades del club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires una venia de exposición, en marzo de 1885.

Cándido López creyó con firmeza en la desigual gesta que se había cobrado su hacienda y su miembro. Él mismo se había enrolado voluntariamente, dejando para siempre el oficio de “retratista al daguerrotipo” que le había encendido la sospecha del sentido lírico de la realidad circundante. Durante los treinta y seis años que siguieron a la primera amputación se dedicó a dar vida minuciosa a los bocetos que había tomado en el campo de batalla. Rogó al menos por dos décadas -en tiempos de relegamiento y olvido- que el gobierno nacional se los comprara, aunque más no fuera a título de prueba documental. La administración de Julio Argentino Roca adquirió los veintinueve cuadros de la muestra de 1885 por once mil pesos, que el “Manco de Curupaytí” gastó íntegramente en una casa; en 1901, la Nación le compró otros dos trabajos.

Cándido murió el último día de 1902, setenta años antes de que se reconociera el valor artístico de sus niños guerreros, de sus vacas transparentes en el calor aborigen, de sus barcos a pique horizontal escondidos entre el follaje verde infancia, de su sangre arquetípica, de los fusiles flacos que echan agua letal y de sus muertos y vivos sin ojos ni boca ni dedos.

Los López de 1963 insistieron en desprenderse, ahora gratuitamente, del resto de las obras (unos treinta lienzos). Las autoridades nacionales tardaron cinco años en aceptar la donación.

Edipo se arrancó los ojos, consciente de haber desafiado al destino; el teniente López, vendedor de retratos en San Nicolás antes de la guerra, soportó la pobreza, la invalidez y la humillación de la súplica, bloques gravosos con los que se empedró, asombrosamente, el signo incontestable de su trascendencia.

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