martes, 11 de marzo de 2008

K


-Vamos a jugar a las constantes de la naturaleza – dijo Ernesto con astucia de Avispón Negro.

-¿Eh? – masculló Frutibell, a quien tan bien le cuadraba el nombre.

-No sé –apuntó Lorelei, cuya silueta se resolvía así, escalafonariamente.

-Entonces capitales del mundo -propinó Ernesto como gracia de tipo que ya estuvo, sobre todo a los treinta años, tour de veinticinco días dieciocho capitales.

-Otro tema, Ernesto –dispuso Lorelei.

-No, no, constantes de la naturaleza. No sé qué tiene... de pronto te podés sorprender –sorprendió de clisé Frutibell.

-No me gusta –anuló Lorelei, cinturita a pesar de Aylén de veintitrés meses.

-Y, por ejemplo, mirá: –aventuró Frutibell, con ese movimiento de frutillas tan suyo – Miraflores no haciendo nada nunca. Ésa es una constante de la naturaleza.

-¿Viste que se podía? –aleccionó Ernesto, mirando la azotea de la tan pequeña Lorelei, cuyo pan madrileño ya era conocido como herramienta de andinismo desaprensivo desde Mesa de Entradas.

-Entonces todas las de remera rayada almuerzan cuatro veces por día y se embarazan con el olor del marido después del fútbol –dictaminó Lorelei, clarísima como siempre sabemos que lo fue.

-Totalmente... –convino Frutibell- a ver... al que se le hacen hoyuelos en la cara, es servicial en el sexo.

-¡Epa! –repuso Ernesto Bigote Viril Tardío, contrayendo las decenas de músculos de todo lo que viene a ser la zona máxilo facial, que un día se le paralizó a Rubiánez de tanto dar órdenes, según el dictamen parapsicológico de Maruja la de Notificaciones.

-No me digas... A vos no, Ernesto, no quieras intervenir –reprimió Lorelei, la de las azucenas en talleur y falda.

-A toda auxiliar le corresponden dos meses de trabajo servicial y veinticinco años de molicie, con anuencia del gremio –propuso Ernesto, entrando en la sintaxis de la física newtoniana.

-Yo desde que vine no paré de trabajar –indispuso Lorelei, tobillera de oro veinticuatro y zapatos amarillos tan cerca de los ojos marrón estándar.

-Convengamos que mucho mucho no se hace –guiñó Frutibell, fructificando tanto que nadie acertaba a deducir qué había sido de la flor.

-En todo caso, yo me perdí esos dos meses, y los veinticinco años espero vivirlos distinto –determinó Lorelei, segura de sí misma.

-Yo sólo sé que “a toda secretaria enojada le corresponde una semana de no peinarse”... ja, ja, mirá cómo vino Lucía hoy, parece un espantapájaros de oferta –chilló Frutibell, la boca como una frutilla deseada, deseada.

-Ja, ja –rió Lorelei, cómplice primario y agente encubierto.

-Ni hablar de un poco de agua en el pelo –agregó para más sorna Fru, Frutibelina, Frutilipina Muchacha Pechos de Fru.

-Ja ja, tal cual –comparó Lorelei desde una óptica un poco más distendida.

-Escuchen –vaticinó Ernesto, que desde hacía cinco minutos estaba siendo escuchado por dos mujeres. -Ley de Camacho: “A todo abuso con sustento en comportamientos decadentes le corresponden setenta y dos horas de licencia”.

-¡Ay, pobre Camacho! –rugió Lorelei, muy Pichimahuida-. Entró a los dieciocho años y tiene cincuenta y tres, en doce años se jubila y siempre con el mismo puesto de auxiliar de servicio, ¿qué querés, que a esta altura trabaje todo el día?

-Aparte para mí Camacho es divino. Si no estuviera Camacho, esto sería la muerte– aventuró Frutibell desde su asiento de escribiente, desde su corola fructificada, desde sus labios tan.

-Pero el tipo se emborracha desde el viernes a las cinco de la tarde hasta el lunes a las ocho de la mañana. Si llega, llega, y si no, pide licencia. Yo vengo todos los días y parece exactamente lo mismo –gremió Ernesto, no sabiendo qué hacer con tanto exceso de testosterona que le había deformado la nariz y sembrado pelos en las orejas.

-Si sos policía de custodia, tenés sí o sí que comer quince o más veces y hablar a los gritos –disuadió Fru, qué costillar repujado por el segundo matrimonio.

-Ay, Frutibell, te estás contagiando de Ernesto. Me parece que lo mejor va a ser... –incidentó Lorelei por debajo del Dr. Rubiánez, quien hizo su entrada con naturalidad de Magistrado y halo jurídico al tono.

-Lorelei, cuando tengas tiempo, sin apuro, necesito que vengas al despacho.

-Voy ahora, doct... –aterciopeló antes de la musiquita del celular Lorelei, arnés colocado según reglamento y pico de altura en la diestra. –Se puso música clásica en el celular, increíble.

-¿Carmina Burana? –tentó Ernesto el Adecuante, con el mal tino del que habla a quien ya se encuentra haciéndolo con otro -. Claro –observó riéndose solo-, está hablando por teléfono.

-Claro... –hizo notar Lorelei-. Esperá a que termine.

-Yo te aviso, Loly, aguardame un momento –iura novit curia.

-¡Todo auxiliar que come quince veces por día le echa la culpa al calor! –aportó convulsivamente Frutibell, otra vez empeñada en el quince, apenas usía se retirara.

-¿Eh? –bigoteó Ernesto, argentino de cuarenta y ocho años, hijo de Ángeles y de Yusé, de profesión cantautor.

-Ja, ja... ¡o a la lluvia! –despejó, compromiso anillado, Loly.

-Totalmente, o a en realidad tal vez a cuánto tiempo hace que no llueve –llovió Frutibell.

-O a la guerra en Irak –bardeó Lorelei.

-O a Michael Jackson.

-Kenny G –casi gritó Frutibell, antes de florecer el aire con una risa de profunda condición orgásmica, antes de enaltecer el oxígeno desde la óptica decididamente caníbal de sus ojos frutos, antes de rememorar en Ernesto los poemas de Bécquer que servían para sus Mau Mau de Pinar de Rocha, antes de avergonzar el panel de emergencias contra incendio.

-Está bien, está bien –severizó Ernesto, bigote en mano-. Se están yendo de tema. Mirá –le dijo a Frutibella- Ley del Doble Recurso: “si dos o más empleados se reúnen para realizar una tarea, esa tarea deberá ser ejecutada por lo menos dos veces”.

-Si entra alguien nuevo –propuso rápidamente Lorelei, de Lilliput- veremos cómo se porta y si no le hacemos camarilla.

-Principio de Reiteración de los glúteos –dijo entonces Ernesto, infantilizando el asunto-. “Toda permanencia en el cargo genera una multiplicación de los glúteos de quien lo detenta, que es directamente proporcional al cuadrado de la silla en que se sienta”.

-Ja, ja, ja. Ah, ja ja ja. No podés, Ernesto –asumió Frutibell, aurora irradial, áureo rostro imita.

-Me parece ya un poco agresivo –despreció Lorelei, un oído en la respuesta y el otro en el preciso despacho de V.S. –Si a la gente no la ascienden no hay por qué andar riéndose.

-Ja, ja –enfatizó Ernesto, varios kilos de exceso, papada, doscientos gramos de pollo deshuesado y ens. d/arroz int. c/1 rod. de queso magro.

-No me parece nada gracioso –estimó Lo.

-Principio de Marina González –incorporó Ernesto, el del bigote, completamente cebado.

-No, pará, nombres no, hablábamos de cargos –suavizó Frutibell, muy lejos de aquel “no podés”-.

-Principio de Marina González –insistió el digitígrado digitado, en la plena seguridad de que si antes había hablado de Camacho, ahora podía hacer lo propio de propio peculio-: “a + b – c = 100 x d + 1”.

-¿Eh? –basureó Lorelei pensando en Ayelén y en la señora que la cuida- ¿Qué dice este hombre?

-No sé –desconoció la testigo Frutillitas.

-Donde, fíjense bien: a es un kilo de algo con harina; b es ganas de llorar; c es la cantidad de veces que va al baño; d es la cantidad de apareos mensuales y el uno es la cantidad de cosas que hizo útiles en la vida.

-¿Pero qué te pensás? –ordenó pronominalmente Lorelei desde el carro triunfal de ningún vencedor de la tierra.

-Qué me pienso de qué –preguntó Ernesto, bigote caduco, defendiendo lo indefendible.

-Tiene razón Lo –frutilleó Frutibell.

-Es un chiste... somos todos adultos –acongojó cuarentín, apelando a la importancia de llamarse Ernesto.

-Vos más que nadie –lloró Lorelei desde la alcoba de Ayelén.

-Y no me corrás porque voy a hacer la Ecuación Fundamental de Lorelei Andina y no te va a gustar.

-Basta, chicos.

-Hacela. Dale, hacela –instó Loló Rubiánez poniéndose de pie sin que nadie lo advirtiera, sin que volara una mosca, queriendo que el aire se cortara con una tijera. –Hacela.

-Ahora no.

-Hacela.

-Si amenazaste tenés que cumplir, Ernesto –dijo alguien con sonora voz frutal.

-Yo no amenacé –aclaró el suscripto detrás del bigote paramilitar que le daba un no sé qué de Tren de la Alegría.

-Es de muy poco hombre –diagnosticó con esa boca, con esos ojos, con esa lengua de viscosidades prohibidas, con esa frutifixión de sus pechos que tanto costaría a tantos, cuántas noches lloradas, cuántas libido (Ernesto decía “líbido”), cuantas líbido desagotadas en los tramos solares de sus cabellos, cuántas primaveras muertas, por decir de alguna manera.

-Absolutamente de acuerdo –enanizó Lorelei, potenciando para Ernesto la abstracta disfuncionalidad eréctil que le había fresado Frutibell, for ever young.

-Loly –despachó el Dr. Rubiánez con la tranquilidad de quien no evidencia tensiones significativas entre el ello, el yo y el superyo.

-Voy, doctor.

-Principio de Gravitación de Lorelei Andina –comenzó Ernesto con sorna cincuentona y así también inocua. Pero la destinataria ya marchaba entre los escritorios repartiendo azucenas hasta el zócalo, desoyendo, la vista marrón dispuesta allende el porvenir, segregando cerca de Plaza de Mulas altura monitores.

-Ya está, Ernesto –botoneó con voz lejana Frutibell, la bell.

-Principio de Gravitación de Lorelei Andina –continuó Ernesto, olvidable carnero de Aries.

-Voy al baño –anunció Frutibella al mismo tiempo que Lorelei se perdía en la soledad del poder.

-Escuchá aunque sea el Principio –rogó desde la vereda el Hombre Invisible, el clavel deshojado en el saco Alberto Castillo, medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel.

-Dale, Ernesto –ernesteó Fru, haciendo hincapié en el arcaísmo.

El autor sonrió como un adolescente que claudica. Miró las caderas enfrutadas, la disposición de los cabellos ensortijados contras la explícitas combas lacrimosas del escote, que daban al abdomen terso contra el que ahora se estrellaba, a la protuberancia frutal nunca suya, a la negación de todos los pelos de bigote descastado y pretencioso, de su estampa de centenario empleado municipal acomodado por Rubiánez, olvidado por Rubiánez, tan distinto todo de los sueños de inmigración que lo precedieron en un siglo.

-Está bien, mirá: “La influencia ejercida es igual a la mística de la maternidad más el cociente entre la persecución del propio interés material y la menor cantidad posible de palabras”.

Del despacho de Rubiánez salieron unas risas que jamás en la vida. Frutibell dijo “¿eh?” y se marchó acomodándose el cinturón que le ceñía la cintura, ay. Ernesto siguió paveando frente a la pantalla, ruborizado y riéndose nada más que con la letra jota.

-A que no saben la noticia –vociferó media hora después, excitadísima, la inmóvil Miraflores –Lorelei Pro Administrativa, dos puestos más. Mirá vos, Ernesto, antes tenía un cargo menos que vos; y ahora, uno más. No te vas a pelear, eh. Algo parecido pasó hace tres años cuando te trajeron a vos; ahora te toca quedarte callado, eh.

-J –concluyó otra vez Ernesto, mucho más que doscientos gramos de pollo, doliéndose ni por diablo ni por viejo, en tanto Lorelei emergía llorando del dictamen de Su Señoría y Frutibell se le abrazaba como si fuera esa tarde la última, la última vez.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

excelente relato casandro! el final muuy leeendo!!

Anónimo dijo...

Amigo iool, no tengo palabras.

Anónimo dijo...

no hace falta amigo casandro el titulo y el relato hablan por si solos.........