sábado, 22 de marzo de 2008

DE CÓMO ABANDONÉ EL JEREZ Y LAS MUJERES, CON OTROS SUCESOS DE POCO FELICE RECORDACIÓN


Estándome despacio en Madrid, cumplido ya el recado de letras por cuenta y orden del colegiado y notario don Antonio Mexía, fiador del párroco de Orihuela y contertulio de número en el Mesón de la Especiería, vime sin asirlo envuelto en una barahúnda de tres al cuarto que explica -a quien quiera oírlas- mi entereza y sobriedad.

Tentado de apreciar el jerejillo del Mesón bajo siete cadenas celado por don Antonio en algún rincón de su bufete de provincias, y dispuesto a no perderme las maravillas de la Ciudad Real, me apoltroné, rematadas ya mis fuerzas por las penosas andanzas del día entre callejas, escaleras y escritorios, en uno de los escaños que, frente a una larga tabla asentada en la acera de la posada, por Providencia se hallaba sin más ocupante que una tripolina de campanario, dispuesto a pasar allí las horas hasta que el coche me regresara a dar fe de mi diligencia.

La del Ángelus sería cuando, escanciados y trasegados más de ocho reales, y a punto de obnubilárseme el juicio, decidí marchar andando hasta el puesto, a fin de que las brisas me dispensaran y eximieran a tan severa hora de las felices turbaciones de mi espíritu, según era de bueno el jerez. Al punto despedíme de la criada, quien se echó mis cinco ochavos de calderilla en el delantal junto con los restos de un condumio que a la sazón habían dejado allí un principal y su aprendiz, a tiempo que, sin dejar de sostener el cigarro con los labios ni de repasar la mesa, me aconsejaba sin mirarme:

-Ande Usted con prudencia, el notario, que así luce de vaporoso como de mohíno.


En esto, pareció de entre las encinas de la plaza una mozuela de hasta diez y seis años, cuya blancura y lozanía ninguna palabra acertaría a describir, y lo mismo su hermosura, que jamás había yo visto tal dechado y ejemplar de belleza que pudiera igualar mujer en el mundo. Sin embargo, el hilo de su gallardía me impidió conocer el ovillo de su congoja y, postrado ante la altivez de su talle, me regocijé contemplando las maneras en que la doncella, como una pinaza huérfana, andaba entre las gentes del mesón, echándose los cogollos que encontraba y bebiendo de los vasos de los clientes, que la dejaban hacer con gravedad. Al momento, los vahos de mi ajerezada condolencia cedieron a la más incurable del corazón, y quedé cautivo de ella en tal grado que sólo vino a libertarme el grito que desde un cavernoso rincón de la casa echó don Pero Rebolleces, el de la tienda de paños, enseñando con medrada soberbia un ducado de a once:


-¡Eh, tú, la casadera, cántanos tu historia!


No he de pecar reconociendo que pavoné mi soltería con los azogues de mi cincuentena, y arrancando la medalla que una mi abuela de Cádiz me entregara el día de mi graduación en Sigüenza, grité sobre las mesas de la taberna:


-Venga, cántala para mí.


La niña echó una sonrisa, maguer la pena que ahora descubría en su rostro, dando a luz unos dientes más blancos que la blancura misma, y unos ojillos de tan impar gracia, que ni los ángeles de retablo vendrían a mellar si de él se desprendieran. En gran conmoción sentíme al ver así aceptada mi oferta, e igualmente derrotado tan reconocido caballero, y a la plaza de las encinas me dirigí orondo, engastada ya mi presea en las mieles de su cuello, es decir, en las marismas de su encanto.

Sin palabras, como convenía a su recato, ubicóse junto a unas zarzas que allí crecían, extrajo unas sonajas de peltre y con timidez virginal comenzó a plañir de esta suerte:


garridica soy, muriéndome estoy

Que me maridara
mi madre mandaba
y yo que no la escuchaba
garridica soy.

Por el olivares
fidalgo miróme
y yo prendíme en amores
muriéndome estoy.

Mi madre murióse
en la primavera
que mal maridada me viera.

garridica soy, muriéndome estoy.



Ahora bien, tantos y tan desarmados eran los sones de su plañidera y tal la descompostura y agravio de sus movimientos, que a poco que iniciara su cantiga ya izaban mis oídos blancos estandartes de sometimiento, como así también las ensoñadas niñas de mis ojos por las que se escurrieron el encanto y adoración que minutos antes profesaba a la doncella, y tuve por cierto que ningún otro humano desparpajo me causara aquella indisposición.

En esta consideración estaba cuando, estimando de más la cuantiosa paga recibida por la juglara, me resolví a negociar su devolución, mas adelantóseme la niña en mi intención y gana, y entregándome la reliquia dijo, con ojos empapados:


-No es mi desgracia más desdichada que mi canto y duélome por ello; mas, gentil notario, peor me duele el no poder besaros, que es lo que deseo desde que os vi.


-Niña de tu alma –dije, rendida ya la mía-, que no soy notario, pero a fe tengo que me place serviros.

Mas fue también providencia que, apenas hube recibido el primero roce de su diadema, y antes de explorar la ansiada frescura de su boca, quedara yo tendido entre las zarzas por obra de una brutal andanada de azotes en la espalda y coronilla, provenientes de hasta ocho o diez carreros que allí se solazaban. Y dábame ya por muerto cuando uno de los holgazanes, en tanto no cejaba en su apaleo, azuzó a la gavilla así gritando:

-¡Hala, venga palo, que como no encontréis los dineros de las letras, desnudo y colgado como un Cristo lo habremos de dejar!

-Mejor cortémosle las pelotas –sugirió el más pequeño de los del tumulto, a tiempo que extraía un reluciente acero toledano de su jubón.

-Ea, Ginesillo, tienes razón. –y, dirigiéndose a los otros- ¡Venga, capad este puerco, que bien paga una jarcha mal armada y a poco tiene su vida!

-Venga, muchachos, que no es para tanto –grité, viéndome eunuco y crucificado-. Aquí tenéis la presea y el dinero de las letras, haced con ellos lo que más os convenga; y tú, el niño, guarda ya tu arma y navaja, que no se toman criadillas de estas lides, anda.

Brumado mi despojado cuerpo, quedéme largas horas entre las zarzas, no siéndome posible levantarme, según me encontraba desollado, y antes de llegar la noche me invadió el sueño, que a la embriaguez de la jerejía siguió la rendición de los azotes. Entumecido y brotado de cardenales, al desvelarme me arrastré hasta la calle, por temor de que me vieran los carreros, y aína regresé al mesón a pedir de vuelta la calderilla a la criada, para dar de señal al cochero hasta que tomara más dineros de la notaría. Y aunque de mal grado me la volvió, de bueno convidóme otro jereje a fin de que se hiciera lo que por signo adverso se había deshecho.

Camino del puesto de coches, hallé molida mi carne, agotada mi hacienda y aneja mi libertad a la caridad de don Antonio, de cuyo asistente anterior poco más se supo luego de las galeras que le echaron por ciertos sellos de los que no quería acordarse. En tanto unos y otros cocheros se negaban a ser pagados al llegar, acicateaba mi entendimiento la didascalia con la que me despidió la criada del mesón, conclusión, remate y enseñanza de esta ya transcurrida historia:

En superior desventura se lía
quien del jerez y las niñas se fía.


Vale.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

noooo, abandonar el jerez ,nooooo, lo otro puede ser....

Anónimo dijo...

Hala, tío, que doy todo el vino de misa del mundo por una buena chavala, que si no pa qué habemos nacío.