viernes, 7 de noviembre de 2008

TRAJO EL PROGRESO

          José Félix Uriburu deshonró especialmente las insignias provistas por el Estado, tomando por la fuerza el Poder Ejecutivo –que entonces desempeñaba regularmente el Dr. Hipólito Yrigoyen- el 6 de septiembre de 1930. Tenía 61 años; antes de esa oprobiosa acción, y con recursos del país contra el que se rebelaría, había completado sus estudios en la Europa de la Paz Armada, al calor de las primeras ínfulas radicales del joven fascismo racista.

          Como exigía su profunda psicopatía, desplegó su condena autoritaria sobre todo aquello que no se aviniera al orden patológico que lo informaba –nota común, por otra parte, a cualquier autoritario, célebre o anónimo-; y así, fogoneado por su desvirtud holística y secundado por los pobres de siempre, comenzó por encarcelar al propio presidente depuesto, despropósito que perpetuó a través de otros objetivos secundarios, persiguiendo a todo aquel que manifestase o hubiese manifestado con anterioridad al día de su asunción cualquier idea que no se adecuara al oscuro decálogo de su desarreglo.

          Iluminado –igual que cada singular mandamás- por las luces desvariadas de su encantamiento mórbido, el día de su violenta consagración decretó una ley marcial que, entre otras injusticias, impuso el juicio sumario y el fusilamiento inmediato de los delincuentes comunes hallados in fraganti, bajo las órdenes de cualquier cuadro del Ejército con grado de subteniente o mayor. Respecto de los disidentes, organizó un sistema parapolicial de exterminio, cuyos principales elementos fueron –a la usanza de los coetáneos modelos italiano, ruso y alemán- la nocturnidad, el secuestro, la delación y el tormento. Su gobierno dio a luz una nueva forma de manifestación de la llamada microfísica del poder, consistente en la proyección de descargas eléctricas de alto voltaje sobre el cuerpo de los apremiados; el invento, obra de sus adláteres espantosos, fue luego adoptado por las dictaduras más temibles del planeta.

          Mesiánico y poseedor de una irrevocable sensación de obrar en la verdad, llamó a elecciones en una de las provincias que intervino –que fueron todas las del país-, y al resultar vencedor el partido al que pertenecía el presidente derrocado, anuló por decreto el acto. En adelante, y por espacio de doce años –aun muchos después de su muerte, en 1932- la legitimidad de las autoridades constituidas se cimentó en el llamado fraude patriótico del que Uriburu se jactaba, tramoya soberbia conforme a la cual se daba contusa legalidad a los guarismos ideados por el poder, que de esa forma se renovaba por sí mismo, con independencia de toda otra voluntad.

          No obstante la vergonzosa crónica que antecede, existe un enclave bonaerense que aún hoy glorifica la figura del enfermo. Seducido por las formas monumentalistas claramente evidenciadas en su cementerio, Balcarce exhibe sin vergüenza la única estatua de José Félix Uriburu existente en el país [foto], hito de inicio de la tal vez única avenida que en toda la nación lleva su nombre. El ecléctico uniforme del general representado, que tanto conjuga tendencias pampas como prusianas, se yergue desde un alto pedestal de mármol frente a la plaza principal del pueblo, paradójicamente llamada Libertad. Su postura, aun en el bronce, es de suficiencia y desprecio. Ya moldeado en el metal de su espada, como él quería, el sueño demencial del ideario crónico que lo afectaba preside un hermoso boulevard que se multiplica en árboles, farolas, fuentes y macetas dieciochescas, para solaz de la ignorancia paseandera. Hay placas que lo vivan en el mármol negro como toda su muerte, y vez a vez algún empleado municipal, como un edecán incansablemente leal, siembra margaritas o especies reglamentarias en el humus incesante.

          El horroroso general ha encontrado en los balcarceños un Hades descabezado en el que todas las pobrezas confluyen para honrar su maculado proyecto. Ninguna de las iniciativas de demolición del monumento prosperó jamás, en setenta y dos años que a la fecha lleva de emplazamiento. El orden uriburesco impera en Balcarce, cuyos habitantes postulan el patrón medieval de asentamiento: voluntariamente sometidos a las determinaciones del dueño de la tierra, se alegran cuando llueve, porque el empleo subordinado en la campaña es la única forma de trabajo que conciben, fuera del encuadramiento municipal. Los cuatro o cinco cafés habilitados –cuatro o cinco cafés para cuarenta mil habitantes- cierran antes de las diez de la noche, porque ésa es la hora en que este pueblo inmóvil se echa a dormir hasta la diana de las siete. El único cine del centro, cerrado hace años, fue arrendado un tiempo por el Partido Justicialista, y hoy es un inmueble ocioso. El Teatro Municipal, construido durante la última dictadura militar, ha suspendido hace más de un año sus longevas tareas de refacción: no hay compañías de teatro locales ni es posible que vengan otras, porque, a salvo el salón de representaciones de alguna escuela, no habría adónde llevar a cabo las funciones. La única librería más o menos surtida que existe en la ciudad abre sólo los martes y los jueves por la tarde, después de la siesta. Sí hay un pretencioso café literario, cuyo escueto horario de 18 a 20 despeja cualquier eventual discusión sobre letras o sobre cualquier otra cosa. Hasta la Liga Balcarceña de Fútbol canceló desde hace años sus campeonatos; algunos equipos participan con desgano y poco éxito en los torneos de las ciudades vecinas. Las casas son más caras aquí que en otros pueblos, porque los balcarceños –al igual que en los modelos holísticos- no quieren a nadie que haya emigrado de ningún otro lado, aun de Buenos Aires.

          “A mí –dijo alguna vez un balcarceño-, y creo que a mucha gente, no me interesa el debate del cambio de nombre de la avenida Uriburu. ¿A quién le interesa la historia de este personaje?, y si le pusieron Uriburu, ya está. Déjense de joder con los cambios al vicio. Señores concejales y políticos: hagan cambios para hoy, para el presente y para bien. Para eso los ciudadanos los elegimos. A quién le importa quién fue Uriburu”. Los memoriosos y los revisionistas afirman que con Uriburu vino el terraplén, el camino al cementerio, y el asfalto; es decir, con todas las letras, Uriburu “trajo el progreso”.

          Ajeno a la desidia colectiva, debajo del bronce, el dictador sonríe. No ha sido un Stalin, no ha sido un Franco, pero ha tenido más suerte que ellos. Tuerto como es, no le importa que nadie se dé cuenta de nada, ni siquiera de él mismo; porque más acá de la muerte está la obra que lo ha sobrevivido y que ahora ve con ojos inundados de gloria vesánica. Igual de muertos que los hombres y mujeres balcarceños, mamíferos apáticos que tampoco quieren ver.

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