miércoles, 1 de julio de 2009

ANÉCDOTA DE MI BREVE PASO POR EL EMPLEO PÚBLICO (SEMBLANZA DE UN DECADENTE)

          Me desempeñé algunos años en una oficina pública. De uno de los que allí trabajaban, bastante apreciado por todos, caí ayer en la cuenta de que podrían predicarse todas estas desvirtudes: que era vago, adúltero, bebedor, bufón, chismoso, cobarde, fanfarrón, garronero, glotón, irresponsable, malhablado, mentiroso, obsecuente, putañero, sucio, vividor, irrespetuoso, mal padre, deudor incobrable y drogadicto.

          A continuación, algunos ejemplos que ilustran estas calificaciones:

          Era vago: Decidió que su trabajo consistiría en servir café por las mañanas a determinados funcionarios y llevarles la comida al mediodía. No realizaba el resto de las tareas que le competían, a salvo llevar y traer expedientes de vez en cuando. Presumía de no hacer ningún trabajo en su casa, incluso de no haber cortado jamás el pasto de su jardín –en el que se perdían sus dos perros, a los que no daba de comer para mantenerlos “furiosos”- y de que su mujer, luego de deslomarse en un restaurante, limpiaba como una obsesiva y cocinaba como una meretriz para tenerlo contento. Sentado la mayor parte del día, la pared más cercana a su sillón de despreocupado lucía una franja marrón a la altura de la nuca, generada por las horas de mecerse en búsqueda de calmar la picazón que trae la molicie.

          Era adúltero: Cerca de los cincuenta años fue padre de un hijo natural con alguna de las mujeres con quienes engañaba a la suya. Los lunes contaba a otros de su calaña que había mantenido relaciones con ciertas damas de fácil halago que había conocido en algún café del suburbio.

          Era bebedor: Se emborrachaba prácticamente todos los días, a la salida del trabajo, generalmente pagado por algún otro ebrio. Uno de estos adláteres era un conocido funcionario de otra oficina, a quien, para hacerse pagar la beodez, adulaba y trataba de usted. De las reuniones de camaradería había que regresarlo en algún auto a la casa, porque desde la primera media hora ya no era capaz de mantenerse en pie. Una vez casi se lo lleva el tránsito de la avenida Luis María Campos, porque la cruzó borracho y diciéndole simplemente a los autos que pararan.

          Era bufón: Constantemente hacía gracias de tono subido, de viva voz y de especial sorna. Salvo a dos o tres que nos molestaba esta permanente algarabía, el resto disfrutaba de sus ocurrencias excesivas. La grosería a los gritos que practicaba le era graciosamente permitida, incluso por los funcionarios de mayor rango, que en el fondo lo consideraban un pobre tipo.

          Era chismoso: Recibía y esparcía versiones dudosas acerca de la vida privada de los que allí trabajaban. En voz muy alta preguntaba “si era verdad esto que me contaron”. De uno quiso saber si se había casado virgen; se lo preguntó borracho y en medio de un asado suculento que cierta vez se hizo pagar por un ebrio.

          Era cobarde: Las pocas veces que desempeñó alguna encomienda de responsabilidad, tuvo miedo de cometer errores. Un día perdió cien pesos que un juez le había confiado para depositar en un banco: rogó cerca del llanto que le perdonaran la mala maniobra, y aseguró que los devolvería, de viva voz, para que todos escucharan su desgracia. Otra vez debimos acompañarlo al recuento de dinero de un cajero automático, entre sollozos y quejas, porque creyó haber perdido cincuenta pesos; cuando finalizó el arqueo, se demostró que sus imaginaciones de pusilánime inservible no habían ocurrido, y la falsa alarma lo alivió; nos agradeció como si le hubiéramos donado un órgano vital.

          Era deudor incobrable: Tenía la costumbre de pedir dinero, en especial a los “nuevos”. Nunca devolvía la suma que había pedido; luego, se jactaba de haber timado al prestador. Enterado de una de estas maniobras, un funcionario que lo conocía de al menos una década atrás lo conminó en privado a que devolviese el dinero al joven a quien se lo había quitado. El desvirtuoso condescendió al reintegro, asegurando que lo hacía “por Ud., y no por ese que recién llega”.

          Era drogadicto: Aseguraba fumar marihuana a la salida del trabajo, y hacerlo también acompañado de ciertos oscuros personajes pertenecientes a la barra brava del club Deportivo Morón, como así también entre los concurrentes de un cabaret clandestino cuya fachada era la de un “café bar” común y silvestre. También se jactaba de ser cocainómano, y era apólogo del consumo de drogas en general, pues veía en ello un código de pertenencia a alguna de esas layas que entienden la transgresión y la ilegalidad como una condición de prestigio.

          Era fanfarrón: Cualquier logro mínimo que eventualmente emergía de su escasa capacidad, generaba en él un orgullo tal que lo conducía a espectacularizarlo y hacerlo saber a los gritos de satisfacción. Decía, por ejemplo, que lo aplaudieron al ingresar a un bar; que los antiguos doctores que habían desempeñado tareas en la oficina le comentaban confidencias que dejaban siempre mal parados a los nuevos funcionarios, y que se las contaban exclusivamente a él y no a otros, por obvias razones de confianza; que en el pueblo del cual venía era por todos conocidos; que con una sola cucharita había dado de tomar café a cuatro jueces en cuatro horas diferentes; que las putas de un local lo buscaban porque él sabía pagarles bien; que se había comprado un equipo de aire acondicionado y la gente lo envidiaba desde la calle en las tardes de calor bochornoso; en fin, que su esposa, jefa de cocina de un restaurante exigente, le preparaba a su orden comidas refinadas sólo para satisfacerlo, y que a la noche se ponía cariñosa, pero él la rechazaba si le daba en gana.

          Era garronero: A la manera de los héroes de la picaresca, distraía de la atención de sus dueños pequeños objetos que sólo podían ser apreciados desde un punto de vista utilitarista vulgar. A veces, directamente los pedía. Por ejemplo, un sábado que los empleados asaron un lechón, se llevó la cabeza del cerdo y seis botellas de vino. Hurtaba sobres de edulcorante del despensero común para cambiarlos por favores. Con el carnet de la obra social y unos anteojos de sol, se hacía pasar por funcionario e ingresaba a la platea de los estadios de fútbol. Daba mordiscos a la comida que los jueces se pedían en restaurantes de primera categoría. Cierta vez sonrió en forma genuflexa frente a un funcionario, mostrando así un trocito de acelga de la tarta que en aquel mismo momento le estaba sirviendo.

          Era glotón: Comía todo lo que podía. En los asados que periódicamente celebran los empleados, era el primero que empezaba a comer y beber, y el último que, ya ebrio, continuaba comiendo. Pedía a todos probar de lo que almorzaban. Comía comida de otros a escondidas. Se jactaba de que lo invitaran a pantagrueladas durante el fin de semana. Cierta vez festejábamos un cumpleaños y lo enviamos a comprar sandwichs de miga: en el camino se comió ocho.

          Era jugador deshonesto: Realizaba apuestas. Si ganaba, exigía el pago; si perdía, no pagaba.

          Era irresponsable: Si lo enviaban a realizar algún mandado, se tomaba un tiempo para ir al café. Delegaba en otros sus responsabilidades. Decidió que sus únicas responsabilidades consistían en servir café sólo a los funcionarios y comida a los jueces. Abandonaba su puesto para salir a fumar. Si su cuerpo no toleraba los excesos del fin de semana, faltaba los días lunes. Cuando se resfriaba, pedía licencia y arreglaba con el médico para que le aprobara tres días de inasistencia, sin que le importara la sobrecarga de tareas que esto importaba para sus compañeros del mismo rango. A pesar de que su sueldo era bueno, sacaba préstamos para tener más dinero en el bolsillo, aunque después tuviera que pagarlos con intereses; se veía favorecido en esto por la facilidad con que el banco oficial otorgaba créditos a los empleados públicos, quienes con sólo exhibir el recibo de sueldos ya tenían derecho a percibir una suma considerable a reintegrar en cuotas, sin más requisitos.

          Era mal padre: Al parecer tendría varios hijos diseminados por lugares que él mismo ni siquiera sospechaba, aturdido por el vértigo del coito, el alcohol y las sustancias con que se drogaba. Reconoció una hija de dos o tres años a los cincuenta y tres; quien se encargó del cuidado de la niña fue su "pareja", una señora que ya tenía más de seis hijos y a la que él llamaba "mi mujer".

          Era malhablado: No era capaz de hablar sin decir palabras groseras. Una de sus frases más célebres era “Usted es un pelotudo, perdóneme”. Si quería evacuar, avisaba: “Voy a hacer caca”. A la mujer policía que custodiaba la oficina le decía por lo bajo asquerosidades que la hacían reír. A una compañera la llamaba “conchuda”; así, por ejemplo, “a ver, conchuda, vení y explicame qué mierda quiere decir esto que hiciste”.

          Era mentiroso: Contaba hazañas dudosas. Aducía enfermedades que no tenía. Ocultaba a la mujer sus aventuras. Fingía poseer cargos que no tenía, por ejemplo, cuando un extraño venía a la oficina: llamaba a los empleados de menor rango –que, sin embargo, era más alto que el que él detentaba- haciéndose pasar por su superior. Nadie conocía verdaderamente ningún aspecto de su vida, más allá de que era empleado público.

          Era obsecuente: Su decisión de sólo servir café y comidas se dirigía a los funcionarios y a los jueces. Se arrastraba para pedir licencias. Trataba de usted a los funcionarios, aunque fueran viejísimos conocidos. Adulaba a los de alto cargo nimiedades que, de acuerdo con su estilo de vida, jamás serían para él objeto de mérito. Estaba de acuerdo con lo que decían los jefes. Hacía bufonadas delante de los jefes para que se las celebren. Si pasaba algún funcionario, y en especial un juez, rápidamente se levantaba de su reposo para demostrar prestancia y disposición. De todos modos, podía perfectamente advertirse la franja marrón que había pintado con su cabeza en la pared, de tanto rascarse la nuca sin querer utilizar las manos.

          Era parrandero: No pasaba un solo fin de semana sin que su espíritu liviano lo llevara, a sus más de cincuenta años, por la senda del alcohol, el festejo, las putas y el derroche. Tenía una inquebrantable energía para la jarana: no dejaba de hablar en sorna desde que llegaba hasta que se iba. Sus chistes eran buenísimos: al empleado más alcahuete le enrostraba haber invitado a pescar a uno de los jefes, y a la vez llevar escondidos en una bolsa peces de pescadería, con el fin de sumergirse sigilosamente en medio de la laguna y engancharlos en el anzuelo del invitado, a quien luego ponderaba su suerte, todo mojado, diciéndole “lo felicito, Doctor, qué cacho de pescado que sacó”. Una vez pedí tres empanadas para almorzar y él se las comió sin que yo pudiera evitarlo; vino hasta mi escritorio y me dijo “buena elección, eh”.

          Era putañero: Incapaz de seguir un derrotero moralmente aceptable, iba y venía de putas. A pesar de que no era bien parecido –de hecho, lo comparaban con Shreck-, las putas se acostaban con él porque nunca dejaba de pagarles. Su putañería era una subespecie de su carácter adúltero.

          Era sucio: El nudo de su corbata era más oscuro que el resto, por el roce contra su papada mugrienta. Las camisas tenían aureolas de transpiración mal lavadas. Se quitaba los zapatos cuando se sentaba en el sillón y despedía un estruendoso olor a pata. Cuando no estornudaba estrepitosamente y a propósito en la cara de alguien –por ejemplo, de la mujer policía- echaba sobre sí el contenido y se lo quitaba con la mano. Revolvía el café con el dedo. Ya se dijo que de su cabeza patinosa salía un marrón que impregnaba contra la pared la marca de su molicie.

          Addenda a que era vago: Además de todo lo que se dijo, debe hacerse notar que las más de las veces este hombre, si no gritaba groserías o hacía chistes durante toda la jornada de trabajo, se dormía en su puesto. Junto con otros sujetos de su calaña que también habían conseguido un puesto en la oficina, había organizado un sistema de avisos clandestinos que los advertía de la llegada de algún expediente copioso o de cierto grupo de funcionarios a los que habría que servirles café, o de cualquier otro evento que importara el despliegue de más esfuerzo del que tenía pensado hacer. Entonces, del mismo modo que el resto del grupo, sin que nadie lo viera, desaparecía por dos o más horas, o hasta el día siguiente. Terminaba la jornada de trabajo y se jactaba de haber servido sólo dos cafés, porque los demás no habían querido. Firmaba su salida a las cuatro de la tarde y se iba a las tres. Se descalzaba durante horas. Trataba por todos los medios que otros hagan su trabajo, excepto el de servir café. Era amigo de otros vagos que lo invitaban a otras ocasiones de ejercicio de la peor molicie.

          Como todo empleado público, esta persona cobraba –y sigue cobrando- un sueldo proveniente de la renta pública, es decir, del esfuerzo que entregan al fisco los particulares para contribuir a la realización del Bien Común.

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