jueves, 24 de julio de 2008

AVENTURA DE LOS NIGROMANTES, o DE CÓMO APRENDÍ A RECONOCER MÁS VALOR A LO ÍNTEGRO QUE A LO MEDRADO

Salvados mi honor y mi libertad por intercesión oportuna y velada de un mi primo carnal, licenciado en las Cortes de Madrid, a cuento de la fatigosa relación de mis tropezones en torno a la ajerezada aventura, retorné a poco que tomara de palabra un sayo y una pretina que me cubriesen al empleo en la notaría autorizada a prestigio y honra del colegiado don Antonio Mexía, a la sazón crédulo ignorante del verdadero destino de sus letrosas rentas. Los nubarrones de mi imaginada condena se fueron despejando no bien hube entrado en la estancia de los despachos, pues ya se hallaba mi señor calzando su herreruelo de salida, aunque acuciado por cierta dolencia de almorranas que desde novel graduado le seguía a sol y sombra; y de tal manera, con la voz quebrada e incorporado tanto cuanto sus venosas desventuras lo permitían, encargóme rápidamente el cuidado y vigilia de ciertas fe de tasas rubricadas, en tanto durara, según se entresacaba de su apelmazada perorata, su embajada en Portugal, que a urgencia venía de los apremios de cierto sobrino de un tío del que jamás había oído.

-Ande Ud., señoría, que a cerbero no me aventaja un eunuco, y así de intato como se vee y trasluce este real despacho, así lo habréis de encontrar –dije, ufano y suficiente, sea por el alivio de las galeras, o por hallarme único y solo en tan encumbrado aposento.

Partió como pudo el notario y, luego de que al concierto de los cascos siguiera el de los pregones, tendíme en el sitial a meditar sobre las circunstancias y mérito de mi deuda que, aunque contraída en las mieles del recogimiento familiar, no resultaba menos exigible, pues era mi primo versado en débitos y créditos más que un flamenco. Montefiore pasado a la Sicilia y a Granada, por encontrar en aquesta recuperada plaza mayores negocios, trocó su nombre por Monte de las Flores y así bautizóse para toda España Jesús Ezequiel Cristo del Monte de las Flores del Sol, y mandóse labrar con todo esmero y a cargo de futuras ganancias un escudo de heliotropos que daban cuenta de mal pensadas batallas, con cuya sangre novelesca queríanse colorear antiguas defensas de ciertas usurpadas ínsulas que en algún sitio del Mar Nuestro se levantaban veladas de misterio, pues no había matemático o aventurero en el mundo que diese testimonio de su emplazamiento, ni habría podido darlo aun bajo siete tormentos, que sólo en las interesadas razones del florido y soleado primo podía hallárselas. Usurero de nobles a setenas, mudó asimismo letras impagas por empleos, bajo pena de dar a luz los saldos, y así, comodatis comodandi, tomó venturoso puerto junto al mismísmo Rey, de quien se dice es también su deudor, aunque mucho de historia haya en ello, según él mismo quiere.

Embargado por mis amonedados pensamientos, fiador aun de mis ropas, a punto estaba ya de no saber cuál era mi pie derecho cuando resolví distraer mi desasosiego fisgoneando uno de aquellos tomos que en custodia habíame consignado el notario, ajeno al propósito de develar el secreto de las actuaciones, que poco me importaban, sino más bien por acallar la premura de mi espíritu, que con su pinaza de censuras y reproches hendía las tranquilas aguas de mi estancada templanza. Y de tal guisa guiado, dióseme por descubrir la más oculta y temeraria herejía de don Antonio, quien, a resguardado de su otra fe, escuendía detrás de las primeras que quitara del estante ciertos manuales estampados como en sangre, con tantas ilustraciones en los lomos y portada que no llegaran a medrarlas las imprecaciones de sus páginas, que eran también graves y muchas. Pero si las tinieblas del hallazgo ya escurecían la estampa de mi señor y amojamaban mi espíritu, más grande porte alcanzó mi desconsuelo y temor al descubrir entre aquellos íncubos el De Praestigiis Daemonum del fementido Weyer, que se decía había sido inspirado por el Malo y no sobrevivía sino un ejemplar en cierta abadía prohibida, y que causaba dolores y retorcimientos de cuerpo y espíritu, tal su angélico poder; y si denantes de hallalle colegía yo que alguna renuncia había causado las almorranas de mi amo, parecíame ahora tan seguro y primero que ni al garrote de la Hermandad habría dicho otra cosa que tal no fuesse.

En éstas y otras sorprendidas cavilaciones estaba cuando, teniendo a poco las negaciones de quien tal oscura y libresca empresa se propusiera, a nada la afición aneja y a mucho mi nueva estrechez, resolví disimular bajo el sayal al maldito y trocalle por numerario en cierto descastado sitio de negromantes; y así dispuesto lo arropé, seguro de que Don Antonio tampoco en esta oportunidad procuraría mi condena, porque no lo feriesen acusaciones de arriano u otras del mismo cariz y talante, que de seguro le sobrevendrían de cantar yo mi palinodia antes de la hoguera.

En fin, que simulando aquel mal servidor entre las gentes de la Calle de los Mercaderes, anduve todos los santos hasta una callejuela sin nombre, en cuya escuridad y efluvios me adentré, sintiéndome extrañamente protegido por el privado volumen, que en aquellos desposeídos andariveles no hay bien que en mal no tenga su principio y ejecución. Empero, a más espesa y turbia se tornaba la negrura y a más penetrantes y moribundos los olores, más también se me figuraba perder de un jalón la vida, y ya había soltado a echar lágrimas y repetir encomiendas a los Siete Varones, cuando de lejos comenzó a desandarse un lamento delicuescente como de doncella, que de esta suerte atenuaba las viscosidades de aquel malhadado suburbio:

Que non la vide, que non la vide

Doncella que soy, non plugue
conserve la mia virtude
e la vuessa a vos os guide
que non la vide.

Non vos pido más trabaxos
folgar ansi Dios me traxo
hasta’l dia que maride
que non la vide.

E no escuchades la afrenta
de cúyo non dio ossamenta
maguer solica que fuide
que non la vide.



Guiábame el canto más y mejor que un astrolabio fenicio; enamoréme de aquella voz acompasada tanto como de la niña, su dueña, que a vuelta de un amplio río descompuesto paresció de entre las tenebrosas nieblas. Secundábanla dos moros adláteres cubiertos de andrajos, que se empecinaban malamente en el soplido de otras tantas churumbelas y chirimías, así como otro mucho más alto y fornido, que por su negrura y porte prometía más abisinio que infiel, aunque al asombroso cetrino de su pelaje adunara la ejecución sin talentos de un desvencijado rabel de dos cuerdas.

-Falid asquesunta el-ajmudén –dijo a la sazón el de la churumbela al enorme, y si por entonces aquella paganía me era desconocida, pronto se me asimiló en el entendimiento como si tal fuesse mi corriente y diario discurrir, de seguro influido por las espesuras del prohibido libro que bajo el sayal portaba. Es que, según se dice y tengo por cierto, una de las virtudes de su inspirador es la de conocer y ejercitar todos los idiomas del mundo, y de seguro me ordenaba en aquel momento oílles a aquellos expulsados de modo que entendieran.

De tal manera que, por obra de las dichas infernales estensiones, al momento comprendí que el propósito del churumbelo no era otro que el de instruir al desmesurado de quitarme lo que no quisiera dalle, que a la sazón era todo lo que no era mío; es decir, lo que sobre mi desnudo cuerpo llevaba. Vime rodeado en la negrura por los dos moros y el abisinio que era como aquéllos, pero dispuestos el uno sobre el otro; y en las muchas aberturas de sus temidas sonrisas vide asi mesmo que el trío no alcanzaba la cantidad de dientes y muelas de un solo cristiano, tan huérfanas e hinchadas parecían sus encías. Mas, sobreponiéndome al horror de aquellas deslucidas bocas, y habiendo comprendido el fin y desvirtud de su plan, les reconvine con toda templanza sobrecogida de pavor gritándoles Esperut, monet alcancelij bacú, que en aquel dialecto significaba “¡Tate!, que no llevo dineros”.

-¿Bacú? ¡Absalaian pelots denoj-el-sacaieb!- bramó el de la chirimía, y conocí de inmediato que tanto valdrían para aquellos alegres penantes mis ochavos como mis cojones, que para alguna privada libación procurarían tomalles.

-¡Sacaieb! –ordenó la doncella, a tiempo que el abisinio afilaba sobre su lengua una navajilla de capar, de donde obtuve sin menester de mayores traducciones su resuelta intención.

Tomóme, pues, de inmediato el negro de entrambas manos por la espalda con una de las suyas, y mientras los moros lo hacían por las piernas tornando infértiles peces desaguados de mis muy yermos pataleos y rogativas, disponíase ya el salvaje a quitarme lo que más mío e irrenunciablemente era, y habríalo conseguido al momento de un sevillanazo si en ese instante el desprestigiado tomo que llevaba no cayera de mis entrepiernas –que hasta allí se había corrido- al lodo de la negrura, despertando de inmediato la afición de los músicos y de la irrigada doncella, quienes como por hechizo abandonaron sus acojonadas pretensiones para arrancar de manotazos y montones las hojas del impuro y devorarlas con más avidez que Saturno a su descendencia, olvidándose de mí, que sin más torné a palparme las asentaderas y sus pormenores por encontrar algo que faltase, tan convencido me hallaba de haber sido malferido y desprovisto; y esto pues si de buenas a primeras aquel cuyo nombre es Legión me había inducido la jerga mora y abisinia, lo mismo podía habérseme trastocado el dolor del capamiento, y andar buey por aquellos estramuros, creyendo intato lo mancillado y completo lo que había dejado de sello.

Comprobada mi entereza y asegurada mi virtud y honra, en tanto aquellos desgraciados se regodeaban en su nueva fruición, levantéme un tercio la sotana y lancéme por el erial que servía de paso y calle corriendo cuanto mis presurosas piernas me daban, que no era mucho, rogando parescieran los sanjoaquines, sanbenitos, sanpedros y santamadres en que moraban las gentes decentes, y con aquella atormentada irreverencia habríame repasado otra vez todo el Santoral, de no hallar por misterio de quien todas las sendas tiende –que no por consecuencia de mi desordenada travesía- las esquinas amigas de la notaría, bajo cuyos siete cerrojos recobré la prudencia, presa hasta entonces de la premura, y la calma, enturbiada del modo que se contó.

Una vez recuperado el aliento, alvertí que el episodio había prodigado en mi saya, no sé cuándo, un caudaloso lecho de aquellas segundas aguas en que merman todas las humanas fortalezas, viéndome de tal manera forzado a removello echando mano de un bálsamo de malvas que por descuido o Providencia mi amo había olvidado sobre una pila, junto con el bacín que lo contenía.

Y fue final desta curiosa historia que, a tiempo que mi saya volvía las colores mudadas luego del indulto y soltura de lo que aún captivo debía mantenerse, vime en el espejo tan íntegro y orondo como había partido, y, olvidándoseme mi peripecia de negromantes, apariciones, churumbelas, eunucos y escuridades, dióseme por recordar ciertas coplillas de monsergas que cantaba cuando podía una mi abuela de Cádiz ya muerta, y que no por ello resultaban menos al caso:


Non vos desesperéis por la pobreza
ni despreciéis lo que por entereza
venís dado

que veces hay en que mayor tesoro
procúrase quien lleva su decoro
resguardado,


y que en ellas quede quebrado el pie desta fenecida desventura. Pues venga entonces, que si a mí la quita, a Montefiore la espera; y que de réplicas y dúplicas mejor se ocupe Dios, que todo lo dirime, conoce y absuelve, sea de entre estas mortales caídas, sea allende las tinieblas; que en muchos más desaguisados se agravió el pródigo y mesma fue la suerte del cordero, mal que pesase a los justos, y aquí me callo.

Vale.

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