viernes, 18 de julio de 2008

APORTES PARA UNA FILOSOFÍA HOGAREÑA: EL "DILEMA DEL VICEPRESIDENTE"

La tradición griega guarda cierto problema irresuelto que viene al caso del último debate del Senado, y, aunque no se hable mayormente en estas páginas de actualidad, bien podríamos justificar hoy esta digresión cotidiana concediendo aquello de que cualquier hecho presupone la historia del Universo y con ella su esencia, como dijo Alguien que largamente supera a la suma de todos nosotros.

El relato clásico detalla que un aspirante a abogado concurrió cierta vez a clases de un maestro de retórica, quien, por sus servicios, convino una suma que sería pagada del siguiente modo: la mitad, al finalizar la primera clase; el resto, cuando el alumno y licenciado ganara su primer juicio.
El joven abonó la primera cuota, pero, finalizada la última de las clases, ya versado en cuestiones abogadiles que conocía tributarias de revueltas semánticas, guiado por las ínfulas de su doctorado arreció contra su maestro del siguiente modo:
“No espere a que gane mi primer juicio para cobrar la parte que resta, pues en verdad nada le debo. En efecto, si me iniciara Ud. pleito y el juez me diera la razón, entonces definitivamente no le correspondería cobrar un centavo más de lo que ya le he pagado. Si, en cambio, el magistrado considerara que estoy equivocado, pues no habré ganado aun mi primer juicio, y en consecuencia, según nuestro acuerdo, tampoco podrá exigirme Ud. nada. Ganaré de cualquier manera”.
“Es verdad –contestó el maestro-, pero también es cierto que si yo ganara ese pleito, la sentencia te obligaría a pagarme; y aun si yo lo perdiera, tú habrás obtenido así tu primera victoria en lides judiciales, y entonces, de acuerdo con lo que convinimos, deberás también pagarme. Ya ves que cualquiera de los dos resultados conduciría a tu derrota”.
La cuestión, finalmente, no tiene solución, y universalmente se acepta que el alumno debe y no debe entregar a su maestro el saldo restante; que el maestro tiene y no tiene derecho al cobro; a la vez, el problema abre el camino hacia la definición de otras lógicas distintas de la clásica, en las que la ausencia de los principios de identidad y de tercero excluido determinan que un ente puede ser y no ser a la vez; y que al mismo tiempo un juicio puede ser verdadero y falso.

Muchos siglos después, precisamente ayer, el vicepresidente de la República Argentina, aunque menos temerario que el muchacho de la anécdota, se vio sin quererlo envuelto en un problema de iguales aristas “bicornes”, como llaman los cultores del pensamiento a estos juegos retóricos.
Es sabido que el alto magistrado, antes de ser investido, había renunciado a su militancia en la oposición para abrazar bajo juramento los ideales del partido gobernante. En tales condiciones, y tal vez reconociendo aquel gesto de afinidad y adhesión, fue escogido para aspirar a la segunda autoridad del Estado de entre otros miembros que siempre revistieron en las filas del ahora “oficialismo”, y que mantuvieron su vocación de pertenencia aun en épocas en que la mera afiliación a aquella fuerza hacía acreedor al titular de penas infligidas por personal parapolicial, ejecutadas en la clandestinidad y de enorme magnitud, que a la prisión por tiempo indefinido sumaban la tortura, el robo de todos los bienes, la violación de sus mujeres y esposos, la masacre de sus hijos, la muerte y el entierro en cualquier descampado.
En Argentina el vicepresidente de la Nación es también presidente del Senado, aunque su actuación en este cuerpo se reduce a la dirección del debate de los proyectos cuya sanción se discute. Sólo está obligado a votar en caso de que los miembros de la alta Cámara no logren imponer por mayoría sus dictámenes.
En la sesión de ayer, que duró dieciocho horas, se discutía la propuesta “oficialista” de gravar con un enorme impuesto la producción agrícola. Luego de que los oradores expusieran sus criterios se efectuó la votación reglamentaria, y de ella surgió que treinta y seis representantes se inclinaban por sancionar la ley y otros treinta y seis la rechazaban. El vicepresidente auspició desde su sitial la nueva búsqueda de un consenso, solicitó que se estudiara nuevamente el proyecto y propuso que se decretara un receso a fin de que esta reflexión se realizara sana y contemplativamente. Los congresales se opusieron, y entonces se llamó a una nueva votación a realizarse en ese mismo instante, como también indicaba el reglamento de la Cámara. El nuevo resultado reflejó las mismas cantidades que antes, es decir, treinta y seis legisladores a favor y treinta y seis en contra. El vicepresidente, cuyos mayores habían sido agricultores, entendía que el impuesto resultaba excesivo y que el proyecto no debía prosperar, pero se trataba de una idea inspirada en las ideas y principios del partido al que había jurado fidelidad y seguimiento luego de negar aquellos de su primera militancia.
El alto magistrado se enredó, igual que los personajes griegos, en un dilema de imposible solución. En efecto, su voto a favor de la sanción aparecía éticamente malo, pues había sido elegido para actuar de acuerdo con sus convicciones, e íntimamente el funcionario no estaba de acuerdo con la imposición de una contribución que entendía abusiva, injusta y devastadora de lo que esforzadamente el pueblo de su provincia y sus ancestros habían logrado; aunque, del mismo modo, la decisión afirmativa resultaría irreprochable, pues no cabe acusar a quien obra de acuerdo con los buenos principios del partido al que se ha juramentado lealtad y fidelidad.
Mas si votaba en contra del proyecto, a la buena y esperable acción de “disciplina partidaria” (es decir, su virtuoso comportamiento como “buen hombre de la política”) se opondría el haber obrado como un mal presidente del Senado, pues habría apartado su íntimo sentido de la equidad a favor del cumplimiento de una exigencia que en este caso con toda sinceridad entendía injusta.
En suma, se decía el vicepresidente: “es conforme a la virtud mi voto afirmativo, pues responde a las ideas y principios del partido al que he manifestado adhesión en orden al ideal de prosperidad que procura la organización; y es también virtuoso mi voto negativo, pues íntimamente y según mi buen saber y entender, la ley que mi partido propugna no conducirá al bienestar general”. “Sin embargo –contestaron- resulta en verdad intolerable que vote Ud. afirmativamente, pues la adhesión a un partido no lo exime de hacer lo que crea más justo; y es también inaceptable su voto negativo, pues no cabe esperar de un buen y virtuoso político sino el seguimiento de los principios del partido que representa y para cuya ejecución fue elegido”.

Aquí dejamos la crónica para que mentes más lucidas juzguen los hechos históricos. Quizás lo que hasta aquí se dijo sirva para entrever el genio sin par del último senador que expuso, quien, libre de todo compromiso con las “otras” lógicas, y reducida su existencia y su salario al acatamiento reverencial de las órdenes del líder partidario, así se condolió del desventurado funcionario: Créame, señor Presidente, que en este momento no me gustaría estar en su lugar.

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