sábado, 23 de agosto de 2008

FRAGMENTO INÉDITO DE CATARSIS



A los amigos que han leído Catarsis ofrezco el siguiente fragmento inédito, uno de los tantos que deseché por falta de dinero para publicar un libro de más de doscientas veinte páginas, aun en la mínima tirada de cien ejemplares:


          "Es domingo a la tarde. Se han ido a Castelar, donde mi padre ha adquirido un terreno virgen y, junto con mi abuelo materno -que ha reemplazado al suyo-, ha construido desde los cimientos una casa, una casa entera, mi padre ha construido en Castelar una casa enorme. Desde entonces, dedica con mi madre lo domingos a continuar su marcha forzada de progreso entendido sólo en órbita de familia que ha surfeado en el tsunami virtual post peronista y que, fuera de todo pronóstico, ha continuado descamisando y progresando en connubio con los vecinos de la misma condición, ahora ínfimos burgueses. Los vecinos de casa-infinitud, cuando no revierten en proletariado en tren de exclusión, que por milagro de la compra y venta no ha seguido descarrilando hacia culturas peores, han devenido en pequeños propietarios que hablan de inversiones de parte del bagaje de su acumulación primigenia, y que se materializan en alquileres o adquisiciones de locales de venta, renovación de los marcos de las ventanas de sus casas, contrataciones menores y acuerdos con concesionarias de automóviles. Otras categorías también inundan el discurso de mis vecinos: por todos los proyectos confiados en secreto deseoso de develarse desfila mi mujer, atareada siempre en menesteres oikos; desde el punto de vista de la crítica artística, se manifiestan partidarios de las revistas teatrales y de algún cine de vanguardia sesentista (nunca Blow Up, pero sí algún desenfado de Fellini, que rápidamente remite a Armando Bo); no comulgan los postulados de ningún partido político, y por ello acuden a votar del mismo modo que firman boletas de depósito en algunos de los bancos que eternizan a Flores como barrio comercial; la verdad, están cansados o podridos de alguna cosa, que los ha defraudado en desconocimiento de las horas trabajadas y de la atención dispensada, y a la que ya no prestarán esfuerzo; alguien de mutuo conocimiento es un mal nacido, y cada cual, según sus agrios criterios, vive como mejor le parece. Los perros los reconocen como amos, muchas veces durante la charla con el par, igual que los hijos, a quienes alimentan con la prodigalidad de una cornucopia brillosa, contrastante, recordadamente ajena a los alimentados y por demás pertinente, que es motor de su generosidad el llevar asignados entes que los necesiten. Uno de los vecinos de casa-infinitud tiene más de setenta años y padece, además, cáncer de próstata, pero se ufana de continuar manteniendo relaciones sexuales con su esposa, veinte años menor que él, con la que ha decidido casarse luego de ejercer el libertinaje, la lujuria y el exceso por más de treinta, en toda Sudamérica, a excepción de Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú, Bolivia, y Chile, haciendo caso desinteresado de las solicitudes de regeneración que una morena enamorada de Porto Preto le rogaba día a día, antes de que, en un arrebato de despecho, lo hechizó pronosticándole que moriría sin poder tener hijos. Otro de quienes rodean casa-infinitud es plomero; trabajó aquí en 1975 cambiando los caños que alimentan las innumerables habitaciones y recodos; según mi padre, le arruinó la casa, y por ello fue diana de sus admoniciones, quince años más tarde, al advertirse una fuga de agua en una de las conexiones más internas de una de las paredes más gruesas; por suerte ha muerto. Yo fui profesor de su hijo, un joven excedido de peso que, sin embargo, prolongó la estirpe antes de cumplir la mayoría de edad; el día que corrí a darle el pésame sonreía, y su esposa, junto a él, sólo miraba al niño, temerosa de que necesitase algo en medio del velorio. Otro vecino es ingeniero civil, y en apariencia sabría menos que mi padre respecto de la construcción de una pared y de los recaudos que deben tomarse al moldear el marco de una puerta, condición de conocimiento sine qua non se expide el galardón de maestro constructor en la cofradía verbal de los albañiles. Otro vecino es tornero, aunque sólo tornea costumbres ajenas, observándolas desde la propia puerta de su casa, a la que acude con la frecuencia del álea agitado, a fin de entrometerse en la vida de los demás; otro vecino es un tipo raro; una vecina es puta.

          "Son las tres y media de la tarde y terminé de desayunar cuatro hamburguesas: los domingos a la mañana no existo, a salvo la hora y media de sopor entresoñado en que mis padres, sin bajar sus voces ni evitar choques de su destartalado menaje portátil, ubican en el automóvil lo que llevarán a su domingo de trabajo en Castelar. Desayunan con la puerta que comunica el patio y el comedor abierta, y los sonidos llegan a mí con la nitidez espúrea de la cercanía. Mamá, antes de partir, lava la vajilla del desayuno y las tazas y los elementos metálicos chocan por obra de la premura contra la pileta de la cocina; las ondas de frecuencia corta llegan cómodamente hasta mi habitación por la doble vía del patio y de las puertas que comunican los cuartos. Por sobre los tintineos y choques cacharreros, se eleva la voz de mi padre, las quejas acerca de que no le puede decir nada a mi madre, quien siempre está haciendo otra cosa. Mi madre se excusa, cumple rápidamente con la premisa culinaria de dejar la cocina en condiciones de volver a ser utilizada y, a marcha olímpica, descubre algún instrumento cuya ficha de almacenaje le correspondió, y que, por lo intrincado del criterio, había permanecido en ocultación de la racionalidad investigativa de mi padre. Entregado el testimonio, la próxima posta sería igualmente recorrida por ambos: el traslado de dos bolsas de cemento de cincuenta kilos cada una, que papá prefirió llevar en un solo viaje, apiladas, ayudado por mamá, a las siete de la mañana. Llevo tres horas de sueño y escucho los bufidos de mamá en el transporte de la mole, desde uno de los extremos. En el otro, papá pregunta si quiere parar a descansar, y mamá dice que no. Las depositan en un sector del baúl del Torino que resultó, sin embargo, insuficiente para contener las bolsas, y por esta razón, debieron quitar más de la mitad de lo que habían colocado; mi padre arrojaba con descuido los objetos al piso de baldosas, a tres metros de donde yo dormía (el baúl del Torino estaciona a la altura de la entrada de mi habitación, la que da al patio). Mamá recrimina un poco esta actitud, instándolo levemente a que se detenga, y mi papá, enojado, explica retóricamente que de otra manera las bolsas de cemento no entrarían. Mamá recoge los elementos que mi papá ha tirado, y, una vez que mi padre va en busca del resto, queda acomodándolos; siento que los presiona con fuerza para que la puerta del baúl pueda cerrarse. El esfuerzo que dispensa se filtra en tenor de resoplidos y gemidos no sé si involuntarios; en el preludio de mi amanecer forzado entreveo como en una alucinación el gesto de enojo de mi madre en trabajo de taracear el Programma no elaborado en la tabla de arcilla de nuestras vidas permitidas. Papá regresa con una caja de herramientas que, al decir de mi madre, no entrará; abre entonces una puerta del automóvil, coloca la caja junto a un televisor de veinte pulgadas de pantalla que habían colocado en el asiento trasero, cubierto con una colcha que tendrá unos veinticinco años y está muy sucia. Las puertas del Torino hacen un ruido grave al cerrarse, y estrepitoso y con eco, y ese ruido es símbolo de solidez y perpetuación. Papá cierra la puerta que ha abierto, utilizando la misma fuerza que ha venido desplegando desde que cargó las bolsas de cemento, y mamá le pregunta si está nervioso. Mi padre contesta que no, que cómo no ve, que está trabajando. Mamá le dice que bueno, y mi padre, en voz más baja, pregunta:


-¿Éste duerme?
-No sé.


          "Finalmente, mi madre abre ruidosamente el portón de entrada. Han estado escuchando Radio Tango, pero a las siete de la mañana del domingo la música sólo preludia las informaciones o se utiliza como “cortina” mientras hablan una mujer y un hombre, que intercambian no sé qué convenciones que mis padres desoyen. Con el metaleo del portón, introducido por los golpes de las llaves contra los bordes de las dos cerraduras, las voces trabajadas y alimentadas de los locutores irreales se obnubilan. El bramido leonino del Torino, al primer giro, recuerda la gloria ocultada por el industrialismo internacional virilmente ganada en Nürburbring ’65, y el cuarto o quinto puesto de caduca vigencia moral reanda su vitalidad y sus límites. Desde la modorra alejada también por los gases de la combustión, siento los rechinos de los neumáticos sobre las baldosas. Sólo restan: el estacionamiento provisorio del móvil en la vereda de enfrente y el cierre del portón metálico, ornado de golpes de la llave contra el marco, de bajadas de pestillos y de nuevos choques contra la periferia de los agujeros de las cerraduras. Eventualmente, el olvido de algún objeto vital provocará el descenso presuroso de mi madre, su desesperación durante la nueva apertura del portón, la caminata velozmente taconeada hacia la cocina, el cuarto de herramientas, el jardín o la terraza, su vuelta desafortunada, su nueva pesquisa plagada de murmullos autoinjuriantes, el empellón de alguna puerta, los juramentos en voz baja, una pregunta a mi padre gritada desde el medio del patio -como para dar exposición del despliegue de recursos sobreexcitado-, el nuevo golpe de cierre del portón, los choques repetidos de las llaves contra los bordes de los ojos de las cerraduras, las recriminaciones apagadas que finalizan con otro portazo, el de una de las puertas del Torino, el arranque solidificado y espumoso, y el silencio que se yergue sobre mi mediocridad, sobre mi nada, sobre el frío que debí pasar durmiendo, sobre las ocho menos cuarto de la mañana de un domingo en el que no pasará nada, sobre la angustia de tener que ser, sobre mi descolocación en un universo amurallado donde el más allá no se advierte o sólo puede conocerse a través de relatos traídos por viajeros de otros barrios a los que no se escucha, sobre mi identidad informe, sobre mi impertinente sueño, sobre mi carencia del derecho de dormir, sobre mí, sobre mi proyecto incompleto, sobre mi falta de objeto, sobre mi desafincamiento de la realidad, sobre mi realidad inferida, sobre lo que los demás ven como mi desidia, sobre la desidia de los demás, sobre lo que no seré por mí, sobre lo que no seré por lo que dictaminó mi padre, sobre lo que no es mi madre, sobre los que nunca fueron y no se dan cuenta, sobre Flores, sobre la calle en la que está emplazada mi casa, que declina hacia una avenida de tercera por la que pasa un solo colectivo entre dos paradas lejanas, sobre las pocas horas que dormí, sobre lo que estoy pensando, sobre los deseos de dormir truncados, sobre todas mis pretensiones prescriptas".

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente. Desde entre las sabanas se ve todo mejor de lo que es, o peor.

Casandro dijo...

Sin dudas peor, es decir: igual.
Danke, Meme.

Anónimo dijo...

Maravilloso E. !!!!! Excelente
Lo disfruté en una tarde de siesta de enero en Santa Fé. Tierra de nuestros ancestros.

Casandro dijo...

tía: Me alegra que Ud. haya podido disfrutarlo. Los protagonistas de esta historia-excepto el narrador- también disfrutaban esa peripecia, aunque todo era, por supuesto, horrorosísimo. Gracias.