jueves, 3 de abril de 2008

CABALLO DE MAR


Organizamos un fin de semana en Entre Ríos, una casa de alquiler junto a un arroyito subtropical que llevaba un nombre entre charrúa y federal, en cuyos pantanos se engastaban unas cabañas tan mágicas. En la seguridad de que rechazaría la invitación, participamos a María Pena Solano, la que servía el café y trapeaba el office, la que tenía un hijo Dylan y una niña-mujer por la que daba cualquier cosa.


Nos dijo primero que no, luego que lo pensaría y finalmente que sí, a instancias de Marisa, a quien María Pena guardaba devoción por haberle prometido el empleo diez años atrás, cuando bajó del Rápido Argentino con la esperanza y el hocico de pan de un perro. Veinte minutos antes de la partida, Marisa arribó a la estación sonriendo y avisó que su protegida no vendría, un cliché, un compromiso de último momento, que no la llamáramos, subamos.


En la cabaña se formó una parejita, una de las chicas se lastimó un pie, se acabó el gas doce horas antes, evidenciamos nuestras virtudes, descubrimos que un yogur del ramos generales estaba vencido, los celulares no tenían señal y los dos atardeceres fueron maravillosos, la verdad que maravillosos.


El lunes, María Pena llegó con la mirada viscosa, qué te pasa en los ojos, qué te pasó, por qué no viniste. Nada, nada. Pero mirá cómo tenés los ojos, secate un poco, nada. Déjenla, despejó Marisa, ella está bien, vení, vamos al office y me contás; María Pena dio medio giro y marchó dando saltos de saciedad hacia el reducto de las escobas y las colaciones, algunos chillidos, contame todo.


Entonces le recordó sin tapujos lo de Ariel, el del maizal saliendo de Ayacucho a los trece años, la vez que volvió a las casas enamorada y con las piernas brotadas de ronchas, la marca de las uñas terrosas en las nalgas y el cabello trenzado por los estirones, los abrojos y la baba seca. La vez de los jejenes de las cinco y veinte y las nubes moradas, cuando Ariel de la Gomería le tendió su camisa para limpiar los hilos que enmarañaban los muslos hasta los hormigueros pisoteados, ni Dylan ni Jazmine la niña-mujer, Ariel el gomero al que vio entre el escozor del dolor dulce quitar la punta a una mazorca hecha pupa joven mientras despuntaba otro sol por la abertura rígida de sus párpados viscosos y machacados de pintura gruesa, igual que en ese momento en que Marisa la abrazaba, viste que se podía, nadie tenía por qué preguntar nada, viste que tenés que confiar en mí, unidas en un vástago mecido por su propia secreta y banal sustancia, otra vez el contubernio de maíces dorándose con la alborada del final, las lágrimas duras sumergiendo el mundo en una realidad interior fuera de la cual no importaba ninguna otra cosa, ni Raúl que se había quedado con los chicos mientras ella iba con sus compañeros de oficina, qué raro vos, una maraña de jugos últimos escarchados por el tiempo, Ariel gomero, Ariel hombre, otra vez la esfera tensa del hombro dormido con un hipocampo de cárcel idéntico al de María Pena Solano, treinta y ocho años, domicilio en Capital, tareas generales de oficina, dos hijos, solicita licencia próximo viernes veinticuatro motivos personales.

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